miércoles, 2 de septiembre de 2015

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Cuando podía tomar café, solía elegir terrazas en verano, para que el aroma de la taza se mezclase con las imágenes y las voces. Pedía un café con leche o un expreso, dependiendo del punto del planeta que me habitase. 
De comer casi siempre algo salado. 
Una vez dispuestos todos los elementos en la mesa, era el momento de sacar los lápices y conversar con mis territorios. 
Los poemas te podían elegir a ti, cuando menos lo esperabas, por lo que había que estar atento, con el aroma de lado y el pan caliente reconfortando el punto ciego de los sueños. 
Hubo días y semanas enteras que una mujer se sentaba a mi lado. Ofrecía sus manos, los hombros y la curva de su vida, adentrándose en el poema sin permiso. Yo me ponía nervioso y terminaba tirándome el café por encima o gritando revolución. Esos días si alguna vez existieron, redefinieron los parámetros de la primavera tantas veces, como tazas de café fui desnudando.
Hoy aquí en algún punto de mar, saboreo un te digestivo, lejos de la terraza, agarrado a la barra como si fuese la ultima piedra del ascenso hacia otra tierra desconocida.
Me gusta repetirle al poema en estos casos, que mis huesos aprenden en el tránsito. 
Le digo: hay pronombres que estamos a punto de dejar atrás, congela la ventanilla si es preciso, mira una última vez y confía en mis manos.


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